Hablar de fotografía o morir en el selfie (O de como no ser un zombie que se devora a sí mismo)

Hace unos 6 años (más o menos) un joven fotógrafo venezolano, dedicado al fotoperiodismo y con excelentes perspectivas dentro de este campo, me increpó en nuestro lugar de trabajo (yo coordinaba la unidad de contenidos especiales y opinión de un medio de comunicación digital) por insistir en pensar y dialogar sobre fotografía; el cierre (muy lugar común) de su “reprimenda” fue: “Hay que hablar menos y hacer más”.

Le concedí entonces la razón sobre el hecho de hacer más, pero con calidades y cualidades que respondan a lo sustantivo crítico (en referencia a crisis) hacia afuera y hacia adentro de la fotografía y no solo a lo técnico.

Hacer más con criterio, con consciencia ideológica, con entendimiento de aquello a lo que responde y sobre lo que se sustenta nuestro hacer fotográfico, para ser a plenitud responsables de sus consecuencias y evitar caer en la simpleza que impone al ego el moverse por mera acción reactiva ante la realidad, en búsqueda de una muy corta satisfacción o cumplimiento de intereses personales.

“No nos importan las imágenes, nos importan las historias”

Ruido Photo

En este punto me retumba en la cabeza (siempre que le doy vueltas a esta trama) el eslogan de la organización española Ruido Photo, fundada por los fotógrafos Edu Ponces @eduponces_ruidophoto y Toni Arnau @toniarnau_ruidophoto “No nos importan las imágenes, nos importan las historias”, que indica el peso y la trascendencia del discurso narrativo visual dentro de los contextos socioculturales y políticos donde se aplica su ideario fotográfico. Y pues, para lograr tal peso y relevancia es fundamental no solo tener claro el ideario, sino dialogar sobre las formas y los fondos conque éste se aplicará en la producción fotográfica, sobre su alcance, sus probables efectos y también sus aristas. Es decir, hay que hablarlo, hay que hablar más y hacer lo adecuado (por necesidad de impacto efectivo) a partir de lo que se conversa y establece en sentido crítico con fundamento en lo dialogado (en ese sentido, la fotografía está obligada a ser dialógica, porque es un lenguaje).

Conviene hablar sobre fotografía, siempre. Pensar la fotografía y discutir el avance de lo fotográfico como lenguaje determina el nivel del efecto que pueda tener sobre lo fotografiado, cómo producirlo con la mejor forma y fondo, para darle coherencia y potencia visual al argumento (toda fotografía es también argumentativa, quiérase o no) y el alcance e impacto que logre en quien lo recibe o lo observa, en el receptor de lo fotográfico.

Piénsese acá en el selfie, cuya traducción exacta sería autofoto, o lo que resulta igual, fotografía automática, descerebrada, apenas reactiva o impulsada por la necesidad de satisfacer un imaginario que se regodea en el ensimismamiento, que se construye sobre una cerrazón (sin-razón): la auto-imagen de la imagen carente de ingenio. Y esa carencia la torna irresponsablemente despreocupada de su ideario y, en efecto, pretendidamente feliz.

Quien vive del selfie es ya una imagen escenificada sobre pretensiones, muchas de éstas inconscientes y otras tantas más o menos lúcidas. Quien vive del selfie vive atrapado en la jactancia, en la necesidad de alarde que tiene el ego maltrecho -incluso cuando ni siquiera está apuntando la cámara del móvil hacia si mismo. Quien vive del selfie es un zombie que se auto devora.

Pero no crean que esto del selfie es un asunto sencillo. No, tiene su complejidad. Y para intentar explicarla, parto de una frase escrita en la entrevista que le hizo el diario El Confidencial en agosto de 2014 al maestro Alberto García-Alix @agarcia_alix (no me queda claro si la frase es del entrevistado o del entrevistador, el historiador del arte y periodista Peio H. Riaño).

“Una foto de nosotros mismos es el disfraz que mejor luce”

Alberto García-Alix

La conversación entre Riaño y García-Alix se da en el marco de una muestra de autorretratos del maestro español y entre las líneas de la entrevista se lee lo siguiente: “una foto de nosotros mismos es el disfraz que mejor luce”. En la suposición de que la frase se refiere al autorretrato, hay aquí un punto de encuentro, una especie de parentesco entre éste y el selfie — que no, no son lo mismo, pese al empeño que ponen en igualarlo numerosos medios y revistas “especializadas” —. El selfie es también un acto que busca colocar un disfraz. Ya hemos escrito que quien vive del selfie es una imagen escenificada sobre pretensiones: la intención de ser, sustentada en un estar circunstancial. Por eso, en este sentido, el selfie es igual un disfraz, o más bien, un pretendido artificio, que pronto muestra su naturaleza insustancial por constituirse sobre una coyuntura no dialogante ni dialogada. Ese empeño en disfrazarse termina en un desnudo que revela lo primario, la ejecutoría de un acto impulsado por un deseo o una necesidad básica, como la pulsión por comer de un zombie.

Más adelante en la entrevista, García-Alix dice: “Un autorretrato es una búsqueda consciente de mí mismo a través de la cámara. Siempre encuentro una imagen que habla de mí. Una imagen donde me reconozco”. El autorretrato es una acción consciente, producto de un proceso reflexivo, de una dialéctica autorreferencial donde se genera el cotejo crítico (de nuevo en referencia al vocablo crisis como proceso de examen, juicio y cambio mediante una alternativa a seguir) que debe llevar al re-conocimiento.

Autorretrato de García-Alix con una mujer / Imagen perteneciente al acervo de la organización Academia Colecciones

Si bien el autorretrato puede constituirse en un acto de enmascaramiento, en tanto el ejecutante decide apenas retratar/mostrar aquello de sí que considera identitario frente a la observación/lectura ajena, el diálogo y la revisión que le dan sustento y a partir del cual se genera trascienden lo accidental, o mejor, el autorretrato no se produce desde ni frente a una pulsión primaria, este responde a una búsqueda por el saber(se), es una construcción filosófica.

¿Se desnuda quien se autorretrata? Dejo esta pregunta para el lector. Pero lo cierto es que el autorretrato, a diferencia del selfie, no se detiene en la superficialidad, no es una pretensión de ser sustentada en un estar accesorio. Y hay aquí otro abismo que separa a estas dos formas de retratarse: ningún autorretrato puede ser pretendidamente feliz, o lo es o no lo es. Ahora, cabe otra cuestión: ¿se devora también el autorretratante? Yo diría que el quid aquí está en que quien decide autorretratarse es un ser ya devorado y por ello ajeno a las finalidades primarias del ego.

De todas formas, todo esto es discutible en tanto selfie y autorretrato son formas expresivas que tienen una misma materia prima, aquel o aquella que se fotografía, y un mismo resultado objetivo, la autoimagen. La diferencia básica e indiscutible, para colocarlo en palabras simples, es el grado de automatismo, de ejecución descerebrada, que existe entre ambos. Tanto en el selfie como en el autorretrato está presente la voluntad de hacerse una foto, pero el primero es un acto carente de las consideraciones que atañen a la búsqueda de alternativas identitarias frente a las crisis o de respuestas conscientes ante demandas o necesidades sustantivas o inherentes al propio valor de lo fotográfico. En el selfie no hay diálogo, no hay conversación alguna, ni con uno mismo ni con el entorno, éste y el contexto son apenas escenarios para adornar el ego.

Tanto en el selfie como en el autorretrato está presente la voluntad de hacerse una foto, pero el primero es un acto carente de las consideraciones que atañen a la búsqueda de alternativas identitarias.

Debo puntualizar algo acá porque al hablar del selfie como un acto de automatismo y no como una acción consciente a plenitud, algunos se verán tentados a ubicarlo dentro de aquella categoría de producción creativa fundada por el pintor Paul-Émile Borduas en Quebec durante la década de los 40’s del siglo pasado, denominada Le Automatisme, que tuvo sus fuentes en los principios del surrealismo bretoniano y del dadaísmo de Hugo Ball y Tristan Tzara.

Y no, el Automatisme de Borduas, como el primero bretoniano, es un método, no un acto, y con el uso de este método el artista suprime el control consciente sobre el proceso de producción para permitir que el inconsciente determine el resultado. Como método, sus acciones requieren de la observación cuidadosa y de la atención suspicaz hacia el inconsciente, para que nutran al instinto, o al ojo que observa instintivamente, en el caso de la fotografía. Es decir, y para finalizar este aspecto, un modelo, una maniobra y una energía casi bressoniana. Díganme ustedes si algo de esto existe en el selfie.

Alberto García-Alix. Autorretrato. Los malheridos, 1988

Hay que hablar sobre fotografía. Hay que discutir, hay que leer y hay que escribir sobre fotografía. Una buena imagen fotográfica, una foto efectiva, no se nutre de la nada, o de la mera observación, o de un ingenio simple y naif, ni mucho menos, ni de manera exclusiva, de una acendrada técnica.

Y por favor, no confundamos simplicidad con sencillez. Lo simple en la fotografía se equipara a lo simple en la culinaria, refiere a algo no compuesto, desabrido, sin sazón. Mientras que lo sencillo habla más de aquello que no posee artificio, que se construye y expresa con naturalidad, sin agobiantes retóricas, sin ostentación ni adornos, sin alardes. Lo sencillo en fotografía refiere a una composición que hace gala de la posibilidad de una desnudez sin engaño, aunque profunda y, justo por ello, compleja.

Una buena fotografía es dialógica y argumentativa, de composición simple y de profundidad reflexiva, crítica y controversial, capaz de mover fibras emocionales y de abrir diversas vías interpretativas para su mensaje. Y por ello requiere para ser apreciada y leída con propiedad de aquello que el fotógrafo y maestro venezolano Alexis Pérez-Luna reclamó como requerimiento para su obra, en la entrevista que le hice en el año 2016: “un espectador con educación para el silencio”.

Ahora bien, luego del silencio que debe rodear la observación atenta de una imagen fotográfica, debe venir el diálogo, la discusión, las preguntas, las observaciones, las notas y las respuestas a los desafíos que ésta plantee. Si no, lo que estará haciendo esa fotografía es crear un zombie ensimismado en su auto consumo.

Si, hay que hablar y hay que escribir sobre fotografía. Y sería ideal que lo hicieran los propios fotógrafos y fotógrafas, sus hacedores; pero ha sido y será también un privilegio beneficioso contar con pensadores dispuestos a reflexionar y discutir sobre el hecho fotográfico. Así que, en una nueva respuesta a aquel joven fotoperiodista venezolano que me increpó hace 6 años por insistir en pensar y dialogar sobre fotografía, escribo este texto para agradecer la existencia y la labor de personas como Walter Benjamin, Susan Sontag, John Berger, Roland Barthes, Philippe Dubois, Pierre Bourdieu, Gabriela Brook, Boris Kossoy, Pierre Assouline, Clement Chéroux, Pascal Quignard, Joan Fontcuberta, Paul Graham, Humberto Chávez Mayol, María Teresa Boulton, Mariana Figarella, Josune Dorronsoro, Alejandro Vásquez, Wilson Prada, Erik del Búfalo, y tantos otros y otras que han escrito y escriben aún sobre la fotografía posibilitando con esto que “el arte de escribir con la luz” (y con la sombra) no se reduzca solo al manejo automatizado (inconsciente e inconsistente) de una máquina fotográfica. Y esto es también un asunto ético.

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