Dante Gastaldoni, periodista, investigador especializado en fotografía y curador brasileño, me dijo una vez que “la mirada extranjera torna exótico todo lo que ve”. La frase surgió durante una conversación sobre fotografía en un hotel de Brasilia, justo cuando la ciudad cumplía 50 años de fundada y revisábamos algunas imágenes tomadas en función de conmemorar aquel aniversario. La observación de Gastaldoni se me quedó grabada casi como una fórmula litúrgica, de la que suelo echar mano cuando intento fotografiar lugares extraños o ajenos, y también cuando reviso trabajos realizados en Venezuela por fotógrafos foráneos (las imágenes de Cristopher Anderson en Capitolio, por ejemplo, tienen para mí esa retórica exótica, aun en lo estético).
No descuido, sin embargo, que la frase de Gastaldoni aplica, en su medida justa, a la condición de “extranjero”, o lo que es igual, a quien está de paso y no se interesa por involucrarse y en consecuencia observa el entorno con cierta levedad. Esta observación generará un registro marcado por la distancia objetivadora (ruda y cruda), el formalismo estético (violencia en la construcción de las formas) y la extravagancia (situaciones siempre fuera de orden). Y tampoco obvio que este “estar de paso” y “no interesarse” puede suceder también por elección o por imposición, aunque no entraré aquí a comentar estas situaciones, por no venir al caso, puesto que lo que atañe es precisamente una situación contraria, la de Tito Caula, fotógrafo nacido en Argentina que llegó a Venezuela en junio de 1960, a los 34 años de edad, ya casado y con una hija de meses.

De Caula –que decidió, luego de una visita mañanera al Mercado Guaicaipuro, quedarse en Venezuela, pues su destino en junio de 1960 era la producción de una película en Brasil, donde haría la foto fija- tuve la oportunidad de apreciar una porción selecta de su inmenso trabajo fotográfico (73 imágenes), en una muestra antológica curada por la investigadora y curadora venezolana Lorena González Inneco, que montó la Sala TAC de Paseo Las Mercedes (Caracas) en marzo de 2017.
Esta exposición llevó un nombre que, de entrada, causó el mismo efecto que la inmersión en el archivo del fotógrafo produjó en la curadora, con quien tuve la oportunidad de conversar: vértigo. Se llamó Tito Caula: el registro inagotable.

El archivo de Tito Caula es inmenso, tan solo 30 mil negativos se revisaron para componer aquella muestra. Su registro abarca una diversidad tal que llevó al también fotógrafo y curador Vasco Szinetar a asegurar que Caula es “uno de esos fotógrafos que ya no existen: los que hacen de todo”.
Para la curadora Lorena González si bien “el trabajo de Caula abarca todos los géneros, lo hace de manera muy puntual, y esto es algo que, junto al vértigo que produce enfrentarse a esos miles de negativos, produce también una sensación de felicidad”. Ese vértigo se transforma al apoximarse e intimar con las imágenes de Caula, o así sucedió durante el trabajo de curaduría: “Cuando entro al archivo de Caula me pasan cosas como salir a la calle y verme como si fuera uno de sus retratos, es decir, salgo alucinada”.

Lorena se ha sumergido en tres oportunidades en el inmenso y diverso archivo fotográfico de Tito Caula. La primera vez lo hizo para la muestra Bonadies+Caula: Cartografías de un territorio compartido, realizada en el marco de PhotoEspaña 2015, dentro de la Sección Oficial/Otras ciudades. La segunda, trabajó con Vasco Szinetar para la selección curatorial de la edición del PhotoBolsillo Tito Caula, para La Fábrica, editorial española especializada en fotografía. Y la tercera, para la muestra Tito Caula: el registro inagotable. De allí que ella resulte una voz autorizada, tanto para dialogar sobre los aspectos conceptuales, técnicos y estéticos de la obra fotográfica de Caula, como para conocer las anécdotas que terminan por darle cuerpo a una figura que apenas hemos tenido la oportunidad de conocer a través de las imágenes que produjo.
Por ello es que cuando le comenté sobre esa fórmula litúrgica de la que siempre echo mano, Lorena me aseguró que con Caula no funciona porque su mirada sobre la ciudad es cálida y cándida, es una mirada que “establece una dramaturgia vinculante, un carácter narrativo que envuelve” porque se encuentra lleno de “mucho enigma, pero también de mucha certeza, y sobre todo de intuición”.

En este punto no consigo evitar una comparación con el registro urbano realizado por Leo Matiz, fotógrafo colombiano que trabajó en Venezuela y con quien Caula tuvo relación estrecha. Matiz ejerció el reporterismo gráfico y es considerado un renovador del fotoperiodismo. La comparación que hago parte de las desigualdades, pues si bien es probable que la proximidad a Leo Matiz haya posibilitado el ingreso de Caula en el terreno del fotoperiodismo y en el del registro urbano (Caula venía de una importante trayectoria en la fotografía cinematográfica argentina, había trabajado durante 7 años haciendo foto fija para S.A. Lumiton Cinematográfica Argentina), en Matiz se observa mayor sujeción al formalismo técnico, además de una importante carga esteticista al momento de componer sus encuadres fotográficos.
De impecable factura y agudísima capacidad de observación, Matiz resulta un maestro formalista, mientras que Caula se atreve al desenfado, a la búsqueda renovadora en los aspectos técnicos y a un acto compositivo que persigue la innovación, y esto es particularmente apreciable en sus trabajos fotoperiodísticos (más cercanos, desde mi perspectiva, al modo de abordar el acontecimiento que inauguró el maestro de la “cámara cándida”, el alemán Erich Salomon) y en los publicitarios, donde Caula registra la escena total, es decir, el propio proceso de construcción de la imagen final como si se tratara de un making of, pero con la particularidad de que este registro no se reduce a una muestra del “cómo se hace”, sino que elabora una pieza con valor estético propio, independizada del producto publicitario, que funciona como una especie de contracampo del “hacer por encargo”.

Esta coyuntura experimentada por Caula nunca dejó de ubicarlo como “un hombre atormentado”, según revela el curador de arte José Antonio Navarrete, pero al mismo tiempo explica otra de las observaciones de Navarrete: “La finalidad de su trabajo estaba en el cultivo del oficio, más que en el resultado”. Y de esto deja Tito Caula constancia incontestable –reitero– con sus “making of”.
Para la curadora de la muestra Tito Caula: el registro inagotable, el autor fue “muy lúdico en sus construcciones y en su repaso de distintos discursos de la fotografía en general, pero desde su toma privada, su cosa secreta”. Y es que Caula resulta un enigma, no sólo porque su decisión de no copiar los negativos, de no exponer sus obras dejó escasa información pública sobre su trabajo, sino porque al no estar presente como fuente directa, quedan muchas preguntas sin responder. Lorena revela que Caula no copiaba porque para él la foto impresa y colocada en la pared era una foto muerta, era “como matar la acción de la cámara”. Pero para ella esta situación y sus enigmas son naturales cuando se trabaja on un autor que no está vivo.

Sin duda, el pulso performático, la narratividad de sus imágenes, sumado a ese afán de ser un autor que no quiso ser autoral, es una vía de contradicciones que le otorgan contemporaneidad a todo su archivo. Al preguntarle a Lorena –una pregunta que a este nivel sé que no debe hacerse, pero igual la hice- si dentro de la diversidad de registros de Caula tenía algún favorito, respondió que “la ciudad nocturna, el retrato urbano sin gente, y el publicitario, porque ambos presentan una exploración profunda del personaje y de la escena”.
“Todo el archivo de Caula es una gran película sobre la sociedad venezolana durante los años 60 y 70” –agregó Lorena- y atribuye este logro al nacimiento de un amor a primera vista por un país y una sociedad que además de estar saliendo de una dictadura, se mostraba muy progresista para construir un entorno democrático.

Las fotografías de Tito Caula constituyen “una mirada sobre nosotros como sociedad, hay un carácter sociológico importante, de situaciones, de espacios, de ambientes, y el mismo carácter humano y lúdico de esa representación da mucho entusiasmo” –puntualizó Lorena González-. Y ese entusiasmo se evidenció con lo sucedido a todos los involucrados en la muestra, Felix Suazo, Vasco Szinetar, Pedro Quintero, Lorena González. Ellos pasaron aquellos días como unos niños, tomándose selfies con la foto que, a la entrada de la sala TAC, ilustró el desplegable de la muestra, y colgándolos en Instagram.
Al final de nuestra conversación, Lorena comentó –con entusiasmo, es cierto- que en algún momento se preguntó “Bueno, ¿qué está pasando en esta sala?”, y su respuesta fue que “hay una gran energía, que solo logro comprender como un diálogo especial con nosotros mismos generado por esa visión de Caracas y de nuestra sociedad que presenta Tito Caula, que no es la de una memoria distante, sino la de una lectura de un alma y de un país que tiene aún mucho que decir y mucho que dar”.